Era un mueble cuajado de cajoncitos. Un bargueño, decían sus tías. Él, había visto ese mueble desde que era pequeño, cuando iban a Madrid a visitar a la abuela. Pero, esa denominación, bargueño, la conocía desde hace poco. Quizá, ni se había preocupado de saber que ese tipo de mueble tenía un nombre. Para él, era simplemente el mueble del recibidor. Eso sí, desde la primera vez que lo vio, supo que era un depósito de tesoros de valor incalculable. Para darse cuenta, bastaba con entreabrir cualquiera de aquellos cajones, eso sí, procurando que las tías, o el Tío Antonio, no se dieran cuenta de que se estaba realizando la investigación.
-Ahí no se toca. Deja eso –le había dicho su tío, un día que le pilló curioseando. Ese fue la señal indicadora de la presencia de cosas interesantes. El bargueño, desde ese momento, quedaba incluido en la lista de lugares a visitar. Además, había aparecido un detalle que había incrementado su interés. En uno de los primeros cajones inspeccionados había visto un pequeño mazo de documentos, y entre aquellos papeles amarillentos, había creído ver unas preciosas tarjetas postales de publicidad de coches. De coches, de su obsesión de adolescente. Pero no era publicidad de coches corrientes. Era de coches de los de antes de la Guerra.
Por si acaso, en otra ocasión, para terminar de fijar el escenario, lo comentó con una de las tías. Su respuesta también fue contundente.
-Eso son papeles, y cosas, que ha dejado ahí el abuelo. Tú, no toques nada de eso.
Papeles que ha dejado ahí el abuelo… Madre mía… Ya habían pasado veinte años desde que su abuelo había fallecido. Para él, toda una vida. Veinte años era su edad actual. Pero, cuando la tía hacía mención a aquellos papeles, parecía que el abuelo los hubiese dejado ahí ese mismo día, por la mañana. El tiempo se había detenido en aquella casa, y, sobre todo, dentro de los pequeños cajones de aquel mueble.
Quedaba clara la pauta a seguir. No había por qué complicarse la vida. Había muchas horas en el día en las que no era arriesgado hurgar en aquellos cajones. Y no tardó en presentarse la ocasión.
Se había quedado sólo en la casa, en aquel viejo piso de los linderos del barrio de Salamanca, a dos pasos de la calle de Alcalá. Las tías estaban por ahí, en sus cosas, una trabajando, y la otra haciendo alguna tediosa gestión, quizá en un banco, quizá en alguna ventanilla ministerial, vete a saber… La prima Paloma, estaba acompañando a su madre, por si la podía ayudar en aquellos trámites. Y el tío Antonio, en la finca, como tantas veces.
Caminó despacio por el pasillo, y las tablas del piso crujieron en la casa vacía, donde sólo se oía el latido del contador del gas. Pero nadie estaba a la escucha. Era el momento perfecto, y no lo dudó. Se acercó al bargueño, y pudo darse cuenta del mal estado de los adornos de marfil, aunque no puso mucho interés en ello. Su interés estaba en aquellas postales antiguas. Empezó a tantear. En el primer cajón apareció una vieja caja de lata con tres o cuatro cigarrillos mohosos. Cualquiera se fumaba aquello. La experiencia le decía que fumar tabaco perdido en el fondo de los muebles no era aconsejable. Te podías agenciar un mareo indeseado. En otro cajón, unos sobres amarillentos, cuartillas a juego, una goma de borrar dura cómo un ladrillo…
Y aparecieron las postales, en el siguiente cajón, en medio de sobres con los cantos rozados. Sobres que, sin duda, contenían más documentos. Cogió todo el mazo de papeles, y sintiendo la emoción de lo prohibido, lo llevó al despacho del abuelo, sobre aquella mesa tétrica lacada en negro, digna de adornar el despacho de un malvado banquero de película. Se sentó en una silla de imposible comodidad, y se dispuso a revisar el botín.
Las postales estaban, si. Y eran, nada menos, de publicidad del Fiat 509, el “cinquecentonove”, el coche con el que su padre había sacado el carnet de conducir, allá por 1928. Ohhh… ¡Qué joya! Al volver a casa en Navidad, iba a darle a su padre una buena sorpresa. Imaginó lo que le iba a decir nada más entrar en casa ¡Padre, no sabes lo que he encontrado en casa de la abuela! Estuvo por ir hasta el teléfono y llamar a casa, a León, pero, en aquellos años, en 1970, llamar por conferencia era algo que se pensaba dos veces. Siguió revolviendo entre los papeles. Cielo Santo, allí había maravillas. Catálogos publicitarios de coches de los primeros años del siglo XX, nada menos. El no va más. Iba a ser la envidia de su pandilla de aficionados a los motores.
Pero, en medio de aquellos catálogos, algunos con más de sesenta años encima, apareció algo que no esperaba, pero de lo que había oído hablar más de una vez. Algo que le transportó a una antigua conversación con su padre, una conversación muchas veces repetida, en la que se hablaba de un coche, y de una guerra…
La escena había tenido lugar allí mismo, en esa misma calle que ahora, treinta y tantos años más tarde, podía ver desde las ventanas del piso bajo, donde se encontraba la casa de los abuelos. En el portal, aquel amplio portal con entrada de carruajes, había varios hombres armados con fusiles, quizá cuatro, quizá cinco, hablando con su abuelo. Uno de ellos iba con el torso desnudo, y lucía sobre su pecho dos cananas atravesadas, haciendo ostentación de la superioridad que su armamento le concedía, a él y a todo el grupo.
Siguiendo el relato que había oído varias veces, fue completando la escena. Su padre ya era un mozo de veintisiete años, por lo que no podía dejarse ver por los milicianos. Si sabían que estaba allí, podía terminar en el frente, sin comerlo ni beberlo. Pero lo estaba viendo todo detrás de los visillos de las ventanas del piso bajo. Uno de aquellos hombres llevaba una carpeta bajo el brazo, pero el que llevaba la voz cantante era el que tenía en la mano el documento que acreditaba aquella acción. Se dirigió al abuelo, hablando con lo que debía creer un tono solemne.
-Camarada, tienes la ocasión de hacer un gran servicio a la causa del pueblo. ¿Eres Rafael G….?
-Sí, yo mismo
Después, le contó su padre que el miliciano estaba sujetando el papel al revés, cabeza abajo. Pero, esto, al fin y al cabo, es pura anécdota, no tiene mayor importancia. El hombre siguió exponiendo el motivo que le había llevado hasta aquella casa de la Calle Alcántara.
-Camarada, ¿tienes un automóvil, verdad? Aquí, consta que tienes un Fiat 521.
La información era correcta. Poco después de que su padre sacara el carnet, el pequeño Fiat 509 había sido sustituido por un modelo superior. Un 521, un seis cilindros, nada menos.
El abuelo ya sabía lo que venía a continuación, y no quiso arriesgarse. Oponerse era una batalla perdida. Y en la cual se podía perder algo más valioso que un coche.
-Si, efectivamente.
-Bien, camarada. Sabes que, el ejército de la república necesita de la ayuda de todos. Agradeceríamos mucho que donases tu coche para la causa.
Mientras decía esto, el miliciano del torso desnudo se movió, despacio, y se fue acercando poco a poco al abuelo. Sin siquiera mirarlo, pero estando completamente junto a él, trasteó en el cerrojo de su fusil, cómo con descuido.
El abuelo captó el mensaje con claridad. Podía sentir el calor del cuerpo del miliciano, tan próximo a él.
-Si, por supuesto. No hay ningún problema.
El jefe del grupo mostró al abuelo el documento, sin darse cuenta de que lo estaba sosteniendo al revés.
-Entonces, ¿donas tu coche, voluntariamente, para la causa de la República?
-Si, si. Eso es.
-Estupendo, camarada. Por supuesto, te haremos un recibo. Nos das las llaves, y no te molestamos más. Además, vemos que el coche, es ese que está junto a la acera, ¿verdad?
-Sí, eso es. Voy a por las llaves.
El abuelo entró en la casa, resignado. Entonces, el hombre de la carpeta le dijo algo al jefe del grupo, y este le dio la vuelta al papel.
Cuando su padre le contaba esta escena, le impresionaba ese momento, le angustiaba pensar que alguien podía venir a tu casa y llevarse algo tuyo, porque hacía falta para la guerra. Pero, con el tiempo, se enteraría de que esto fue muy frecuente en los dos bandos durante la contienda.
-¿Y se llevaron el coche sin más?
La verdad es que su padre le había contado aquel hecho varias veces, pero le impresionaba igual.
-Sí, claro. Le dieron a tu abuelo un recibo, y se lo llevaron.
-Pero, tú me dijiste una vez que te quedaste con el manual de usuario del coche.
-Ah, pero, ¿ya te lo había contado?
-Claro, Padre… yo creo que sí.
-Pues, si. Teníamos el manual en casa. Estaba yo haciendo en él unas anotaciones de kilómetros, litros de gasolina… cosas de esas. Tu abuelo ya me dejaba llevar esas cosas.
-¿Dónde estará ahora el manual?
-Huy… yo que sé. Quedaría allí, en la casa de tu abuela. Si se ha librado, estará en algún cajón. O lo habrán tirado tus tías, pensando que era una cosa vieja. Yo que sé.
-Ya…
Y mientras recordaba aquella conversación, acariciaba, como si fuera el retrato de un ser amado, aquel libro de mantenimiento del Fiat 521, con las anotaciones de consumo de gasolina y de kilómetros realizadas por su padre, con aquella caligrafía que le era tan familiar. El manual de usuario de aquel coche que su abuelo había comprado con tanta ilusión, y que la Guerra se había llevado, como tantas cosas. Porque el libro estaba allí, y había estado allí más de treinta años, durmiendo en el fondo de los cajones del bargueño del recibidor. Y ahora, aquel documento salía del túnel del tiempo, y se presentaba ante él como un testigo de mil cosas que habían ocurrido hace mucho.
Y llegó la Navidad, y nadie habló de aquellos catálogos antiguos, y menos del libro de usuario del Fiat. Menos mal, porque ya no estaban en el cajón del bargueño, sino en la maleta que esperaba el próximo viaje debajo de la cama del pequeño dormitorio. Y llegó el momento de coger el autobús Madrid-León de la Empresa Fernández, y todo transcurrió como en otros viajes. Cuando el autobús llegó a la pequeña estación de León de la calle Cardenal Lorenzana, pudo ver a su padre esperándole junto a la dársena. Se alegró por ello, y repasó de nuevo la frase que había pensado muchas veces.
La puerta del autobús se abrió, y, mientras bajaba a tierra, recibió en la cara el olor, mezcla de gas-oil y comida, típico de aquella estación.
-¡Hijo! ¿Qué tal?
– Padre… ¡no sabes lo que he encontrado en casa de la abuela!